LA MUJER DE NUESTRO TIEMPO

Nuestro discurso es claro y todos coincidimos en él. Afirmamos sin vacilación alguna que en una sociedad moderna y desarrollada la mujer no puede ser excluida. Afirmamos que desempeña cualquier cargo, trabajo y oficio con igual o mejor eficiencia que el hombre.

A nadie se le ocurriría en el mundo de hoy dudar de la dignidad de la mujer, o afirmar que la mujer tiene que estar sometida al varón. Cuando escuchamos algo así, o cuando de países de otras culturas nos llegan noticias acerca de mujeres postergadas, condenadas, oprimidas por legislaciones patriarcales y machistas, nos admiramos, nos extrañamos, y nos indignamos. Nos parece mentira que haya lugares donde todavía ocurran acontecimientos de este tipo, del todo abominables por su repugnante machismo. Sin embargo, si fuéramos más autocríticos veríamos que entre nosotros existen algunas actitudes más o menos cínicas, que corresponden todavía a resabios de una cultura machista no del todo superada.

Es un pensamiento que me viene estos días a la mente cuando me encuentro sometido a un largo tratamiento de radioterapia contra el cáncer que me aqueja, que me permite gozar de tiempo para leer, orar, escuchar. Converso con mis colegas de dolencia mientras esperamos el turno para la terapia y hasta me van surgiendo nuevas amistades (en todo hay siempre algo bueno). Somos personas de todo tipo y de todas las edades. Aparecen mujeres que además de la radiación han sido sometidas a la quimioterapia. En ese grupo femenino veo también todo tipo de reacciones: desde las mujeres que lo están llevando muy bien, positivas, valientes, esperanzadas, con buen humor, hasta las que se decaen, se deprimen y usan expresiones como: “me da miedo mirarme al espejo”; “tú, sabes... a una ya los hombres no la miran igual”, “la autoestima se me ha ido al suelo”, etc. Naturalmente que en esos minutos de espera trato de hacer mi laborcilla de levantamiento de ánimo.

Pero me pregunto: ¿Qué pasa con nosotros, qué hemos hecho en nuestra sociedad? ¿Qué hemos hecho de la mujer en nuestros medios de comunicación? ¿Qué concepto prevalece acerca de ella? ¿Qué ha pasado para que una mujer, a causa de una determinada alteración física, no se atreva a mirarse al espejo? A mí, que soy cristiano (mal cristiano) ¿Qué me dice Jesucristo acerca de la dignidad de la mujer? Son torrentes de preguntas que no soy capaz de resumir en esta sencilla reflexión que comparto con mis bondadosos lectores.

Y me respondo que somos unos cínicos. Decimos que creemos en la mujer, en su valía y dignidad, en su autonomía propia; decimos que se superaron los tiempos en que ella era mirada en menos ante la prepotencia del varón. Pero veo que en determinados ambientes de mi amado Chile todavía no solo no se han superado modelos reductivos y machistas de mujer sino que se promueven; basta recordar algunos ejemplos: afán de algunas personas por reducir el papel de la mujer solo al de esposa y madre; papel de la mujer como objeto útil para la propaganda, con fines publicitarios a favor de ciertos productos; instrumentalización de la mujer como elemento decorativo en la ejecución de determinados eventos sociales y promoción de empresas; y por si fuera poco ahí están las funestas estadísticas acerca de la violencia doméstica contra la mujer.

Urge por lo tanto que seamos sinceros con nosotros mismos y lleguemos a una clara conclusión: lo que sabemos en teoría acerca de la mujer hay que llevarlo a la práctica. Es necesario a nivel de familia, escuela, universidad, iglesia, actores políticos, medios masivos de comunicación social, promover una generalizada toma de conciencia para que efectivamente se acabe con toda manipulación de la imagen femenina en la cultura actual, y la mujer adquiera el protagonismo que le corresponde en todos los ámbitos de la sociedad.

Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE

Sacerdote. Doctor en Psicología


LA GRAN FUERZA DE LOS BUENOS

Todos hemos oído hablar de un tema muy de moda que se refiere a la salud de los trabajadores, especialmente a la salud de personas que trabajan en funciones de servicio directo a los demás, profesionales que por exigencias de su trabajo han de sobrepasar muchas veces los horarios laborales oficialmente designados, y se exceden trabajando en tiempo y entrega que parece más allá de sus límites. 

Esta gente sufre muchas veces el síndrome del burn-out (quemarse); se gastan y desgastan en el ejercicio de su profesión. En ese exceso de trabajo queman energías físicas y mentales, pero aparentemente no reciben la recompensa que podría animarlos, que podría proporcionarles adecuada satisfacción en una feliz dinámica retroalimentadora. En ese trabajo se esfuerzan y desgastan, se agotan y extenúan pero les parece que no se alimentan. Así es el caso, por ejemplo, de algunos profesores, médicos, policías, chóferes de la locomoción colectiva, camioneros, trabajadores sociales, sacerdotes, auxiliares de la educación, funcionarios municipales etc. -Son personas que con gran entusiasmo se dedican a ayudar y servir a otros, pero que no reciben lo adecuado económicamente, ni por parte de los usuarios a quienes sirven, la gratificación necesaria a la altura de la propia entrega y muchas veces el trato de sus jefes es indigno, pues los ignoran.

No es raro que estas personas sean víctimas del desánimo, cansancio, desgaste y “desaliento profesional”, como también se llama en nuestra lengua al síndrome “burn-out”. Han empezado su trabajo con gran idealismo y entusiasmo, pero luego ante las adversidades que provienen de los ambientes difíciles en que trabajan, de jefes sin preparación, y con sueldos no a la altura de esa misma dedicación, ante la complejidad, variedad y problemas de las personas a las que atienden, se agotan, se cansan, se quiebran, se desaniman y pierden la motivación inicial. De pronto esta persona tan buena, entregada y trabajadora, siente que ya no alcanza su realización personal, y que no sabe qué hacer con su vida. Está viviendo una vida carente de significado, lo que en psicología se conoce como una especie de “despersonalización”.

¿Nos podemos defender de este desaliento profesional? 
Por supuesto que sí. Mis amables lectores y yo conocemos personas que lo han logrado y que viven su entrega diaria felices de la vida; ahí vemos a estos hombres y mujeres trabajando fieles a su vocación de servicio y con un entusiasmo imperturbable a lo largo de los años. Siempre con el mismo o mejor entusiasmo que el primer día. ¿Cómo lo han logrado? Pues porque ante todo reconocen que las necesidades de la gente a la que sirven son innumerables, que son imposibles de satisfacer en toda su medida, reconocen que con las propias fuerzas es imposible dar respuesta acabada a todo ese ingente número de personas que requieren atención. -Se dan cuenta de que las personas necesitadas de atención son muchas, y que cada persona necesita mucho; pero también se dan cuenta de que lo que ellos no hagan se quedará sin hacer. 

Todo ello conduce a que este hombre, esta mujer profesional que atiende bien a las personas, sea a su vez persona humilde, que acepta su verdad, sus limitaciones; acepta además que, aunque sería lógico un sueldo más justo y más de acuerdo con el trabajo que realiza, su motivación principal es la felicidad de las personas a las que sirve, hacer feliz al otro.

Esto se llama andar en verdad y humildad, y esto es lo que libera a las personas de cualquier carga y opresión. Andar en verdad y humildad es lo mismo que andar en amor, vivir por amor, hacer las cosas con amor y por amor. Ahí está el secreto de estas personas, ahí está el nutriente de estas personas felices, hombres y mujeres profesionales que siguen imperturbables, entusiasmados en su trabajo, sin sucumbir al desgaste de jefes que podría amargarles la vida. En el fondo de estas personas existe una gran espiritualidad, la espiritualidad del amor. En ella reside su fuerza y fortaleza, la inagotable energía de sus vidas que contagia la vida de los demás. Felicidades a estas personas tan buenas.

Para TEJEMEDIOS de BULNES
José Luis Ysern de Arce
Sacerdote, Académico, Doctor en Psicología

LIGEROS DE EQUIPAJE

Conocemos el verso de Antonio Machado: “Y cuando llegue el día del último viaje,/ y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,/ me encontraréis a bordo, ligero de equipaje,/ casi desnudo, como los hijos de la mar".

Escribo estas líneas para mis lectores de la revista TEJEMEDIOS en un lugarcito del norte de España, compartiendo los días del verano boreal con mi familia. Es un lugar entrañable para mí, pues aquí pasé los años de mi infancia, los años de la guerra civil española y de la mundial, aquí siendo niño conocí a mi padre al regresar a casa después de haberlo dado por desaparecido durante la guerra. Es un lugar muy rural, diminuto, escondido entre las estribaciones de la cordillera Cantábrica. Aquí hago mis escapadas en bicicleta para esconderme en el silencio de los peñascos, y escuchar los rumores de la brisa y el sonido del agua que lleva el río Ebro en su paso por los desfiladeros cercanos a su nacimiento.

Aquí me acuerdo de los hombres y mujeres que como Antonio Machado, Anthony de Mello, Fray Luis de León, Teresa de Ávila, Alberto Hurtado, Mahatma Gandhi y tantos otros, supieron hacer de la vida un canto de esperanza. Hombres y mujeres que vivieron la vida en plenitud, que estuvieron atentos a las necesidades de su tiempo, que solidarizaron con los demás, especialmente con los más pobres, sufrientes, marginados de su tiempo. Hombres y mujeres, inquietos indómitos, pero que mantuvieron viva la paz de espíritu y la transmitieron a los demás.

¿Por qué lograron esa paz? ¿Por qué lograron mantener viva su inquietud por la justicia y la equidad? ¿Por qué supieron transmitir esta misma paz y estas inquietudes a los demás? Porque anduvieron por la vida ligeros de equipaje, porque dieron importancia a lo que realmente es importante, tuvieron clara su escala de valores y no se sometieron a nada ni a nadie.

Por lo mismo fueron personas rebeldes con causa; se rebelaron con motivo y no ocultaron su disconformidad con todo lo que oliera a atropellos a la dignidad humana; se rebelaron contra todo tipo de opresión. Con su misma vida fueron un canto a la libertad, a la esperanza, a la necesidad de compromiso para un mundo mejor. Cantaron a la libertad porque ellos mismos fueron libres, completamente libres, libres de pensamiento, de palabra y de acción. Para ser así es necesario andar por la vida ligeros de equipaje, sencillos, sin complicarse la vida, consumiendo y comprando ni más ni menos que lo que sea necesario, sin caer en dependencias ni esclavitudes de ningún tipo, manteniendo viva la propia autonomía, la sencillez y sobriedad de vida.

Dice el mismo Antonio Machado en uno de sus poemas “Yo, para todo viaje/ –siempre sobre la madera de mi vagón de tercera–/, voy ligero de equipaje.” Así viajó por la vida y así le llegó la muerte. Hay momentos en que conviene hacerse la pregunta importante sobre el principio y fundamento de la propia vida: ¿Qué es en verdad lo más esencial y fundamental para mí? Si somos personas mentalmente sanas seguro que la respuesta que nos daremos tiene poco que ver con cosas materiales, poco que ver con apariencias externas, poco que ver con la fiebre del éxito y consumismo, y sí tiene mucho que ver con la experiencia de amor, seguridad personal, sentirse feliz, sentirse integrado con las personas que queremos y son importantes para nosotros. Todo esto se llama amor, verdad, sencillez de vida. Ello nos invita a ser limpios de mente y corazón y a andar ligeros de equipaje. Muchas gracias, lectores queridos.

Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA

EL AMOR SE OPONE A LA MEDIOCRIDAD

Quien haya experimentado el amor, no el de pacotilla de muchas teleseries estúpidas, sino el bueno, el verdadero, el que brota de lo más profundo de uno mismo, el amor auténtico, se da cuenta de que este amor es un fuerza que tira de nosotros con una energía indecible, genial. Es una fuerza que nos motiva, empuja, nos lleva a emprender lo que haga falta para hacer las cosas bien y hacerlas con buen ánimo, alegría y buen espíritu.

No hay motivación más motivadora que la del amor. ¿Hay algo que pueda detener el empuje de una madre que se vive y desvive por el hijo de su amor? ¿Hay algo que arredre o intimide al hombre enamorado? Hará por la mujer amada lo imaginable e inimaginable; dirá que al lado de su mujer de toda la vida el dolor es menos dolor y la felicidad es más felicidad. ¿Hay algo que detenga al buen cristiano que ha hecho de su vida una entrega generosa a los más pobres y necesitados? Pensemos en un Alberto Hurtado, en una Teresa de Calcuta y en tantos héroes parecidos. ¿Hay fuerza que amilane a un gran amante de la patria a pesar de los mil poderes fácticos que se le interpongan en su camino?

Pensemos en un Mahatma Gandhi y su entrega de la propia vida en pro de la independencia de la India. Todos estos son ejemplos de personas grandes, excelentes, magníficas, movidas por el amor, que buscan la perfección –aunque no la logren- en todo lo que hacen; son personas lo más opuesto que hay a la mediocridad.

Conocí en mi infancia en una zona rural del norte de España un pastor de ovejas; me gustaba ver cómo este buen hombre trabajaba la madera de boj con una simple navaja, y cómo de sus benditas manos surgían lindos cubiertos (cucharas y tenedores) de boj. Cuando no estaba al cuidado de sus rebaños este hombre solía sentarse en una encrucijada de caminos, cerca de su casa, donde seguía trabajando su arte. Un día estaba yo junto a él cuando pasaron unos turistas extranjeros; se acercaron a mi amigo pastor para comprarle algunos de sus cubiertos.

A una señora del grupo se le antojó un juego de tenedores y cucharas que estaban a la vista sobre una especie de mantel; escuchemos el diálogo: “Me llevo ese juego que tiene ahí”. Respuesta del pastor: “pues esos no te los puedes llevar” (siempre tratan de tú a todo el mundo). ¿Por qué? replica la señora. “Pues porque esos cubiertos están sin terminar”, contesta el pastor. “Pero yo los veo perfectos” insiste la señora. “Pues a ti te parecerán perfectos pero a mí no; me falta pulirlos”. La señora que tenía prisa insistió en que de todas maneras se los diera porque se los quería llevar tal como estaban. “Mira, de mi mano no saldrá algo que esté sin terminar”. Yo, un chiquillo, contemplaba la escena en el más absoluto silencio. Finalmente los turistas comentaron que pasarían de vuelta por ese lugar en el plazo de dos horas. El buen hombre les dijo que a esa hora ya tendría todo completo, terminado y pulido. Y aquí vino el colofón de la escena cuando la insistente señora le preguntó: “bueno y... cómo puedo estar segura de que me los va a reservar para mí y no se los venderá a otra persona que pase antes”. El hombre se levantó de su asiento, la miró fijamente, y le espetó su contundente respuesta: “¿Y mi palabra?”.

Nunca se me ha olvidado la figura de ese viejo y rústico pastor de mi infancia. Quizá era analfabeto, pero era un sabio.  Esta es la gente que a todos nos gusta, que nos hace falta: gente de palabra, que ama lo que hace, que respeta a los demás. Son personas que no dejan las cosas a medias, que hacen bien lo que tienen que hacer, que no les importa sacrificio y esfuerzo alguno con tal de cumplir las metas propuestas.

Si queremos lograr la sociedad más humana y desarrollada que deseamos, hemos de declarar la guerra a la mediocridad; no podemos conformarnos con la ley del mínimo esfuerzo. Sólo el amor, ese amor que es respeto a uno mismo y a los demás, ese amor que es el antídoto de la mediocridad, es el único capaz de poner en nuestras manos las herramientas para construir el hombre nuevo y la mujer nueva de nuestros sueños.

Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA

QUITARSE LAS SANDALIAS

Quien me haya seguido en las sencillas reflexiones que aparecen en las sucesivas ediciones de Tejemedios, habrá podido darse cuenta de que de vez en cuando mis comentarios incluyen la interpretación psicológica de alguna escena bíblica. También lo haré ahora. Invito a mis lectores a fijarse en una conocida escena presente en el libro del Éxodo, en los primeros versículos del capítulo 3. Vemos al bueno de Moisés muy extrañado ante el espectáculo de un matorral de zarza que lleva rato ardiendo y no se consume nunca. Al acercarse escucha la voz de Dios que le da una orden: “Quítate la sandalias porque el sitio que pisas es sagrado”.
Esto es muy bonito; podemos hacer de este relato una lectura psicológica que tiene validez para todos nosotros, personas de fe o agnósticas.

Necesitamos quitarnos las sandalias. ¿Por qué? Por el significado del gesto: respeto máximo. Porque en nuestra vida común y corriente estamos continuamente interactuando con otras personas, y esas personas son sagradas. Esas personas merecen todo nuestro respeto. Quitarse las sandalias tiene un significado simbólico de despojo, de desprendimiento de prejuicios y estereotipos que perjudican frecuentemente la pureza y luminosidad limpia y cristalina que debe caracterizar nuestras relaciones humanas. Quitarse las sandalias encierra el simbolismo de despojarse de poder por un lado, y por otro pisar suelo, polvo, barro; todo aquello que me hace tomar “cable a tierra” para no evadirme de la realidad ni escaparme de mis responsabilidades.

En nuestro lenguaje triunfalista del mundo exitista que nos domina, suelen oírse frases que aluden al caminar por la vida “pisando fuerte”, haciéndose oír para que sepan que “aquí vengo yo” y que mis pisadas marcan huella. Pues bien, el simbolismo de quitarse las sandalias es todo lo contrario, y en ese sentido es revolucionario y subversivo porque viene a implantar otras actitudes que son a contracorriente de esa ideología avasalladora. Este simbolismo privilegia el estilo del caminar sencillo y silencioso, del acercarse al otro con respeto, de no pretender imponer nada a nadie. Es un estilo que invita a evitar el pisar fuerte de las jactanciosas botas de los prepotentes. Es una invitación a pensar que la vida de cada uno es sagrada porque cada persona es un misterio insondable lleno de trascendencia. En una palabra, el gesto de quitarse las sandalias que hace Moisés es un gesto de respeto, es un himno, un canto al respeto por el otro, porque el otro es un ser de máxima dignidad, insondable para mí. El otro es alguien no manipulable, por lo que merece todo mi aprecio y consideración.

No es esto lo que vemos frecuentemente en nuestras relaciones sociales; no es esto lo que solemos practicar en nuestras relaciones familiares, laborales, ciudadanas. Es bien significativo que después de esta escena de la zarza, Moisés, ya ligerito de equipaje y de pisada frágil, se encaminó a Egipto para solidarizar con un puñado de hombres y mujeres que estaban siendo vilmente esclavizados y oprimidos por la prepotencia de aquel sistema faraónico.

Estas mis humildes y pobres líneas tienen una gran pretensión: la de la gotita de agua. Sí, pequeña es una gotita de agua, pero contribuye a formar un lago y una corriente y un océano. Mi pretensión es que por lo menos uno solo de los lectores en cuyas manos caiga esta reflexión, pueda sentirse tocado por ella y se convierta así en gotita de agua; seguro que se juntará con otras personas a las que transmitirá sus inquietudes, y juntos acabarán (acabaremos) formando importante torrente. 

Así se van construyendo las distintas corrientes de opinión que lograrán cambiar los cursos de malsanos estilos de vida, dando paso al hombre nuevo y a la mujer nueva, que camina sin sandalias por creativos senderos, sin dejar más huella que la de los humildes pies descalzos.

Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA

LA ALEGRÍA ES SALUDABLE

Esto lo sabe cualquiera que haya experimentado la alegría profunda, la alegría del corazón, esa alegría que va más allá de pasar un buen rato más o menos agradable, más o menos placentero. Por supuesto que la alegría y el placer no están reñidos, pueden ir juntos, pero aquella es mucho más que este porque la alegría es más profunda y va más lejos que el simple pasarlo bien que nos ofrece el placer. Incluso puede darse la aparente paradoja de que alguien lo esté pasando mal.

-Sufrir por ejemplo una grave enfermedad- y mantener sin embargo la alegría en su ser profundo, alegría que es la que le permite precisamente enfrentar hidalgamente y con buen ánimo esa enfermedad o esa mala noticia que recibió. Sí, la alegría es saludable; es señal de buena salud mental. Es un sentimiento muy grato, muy profundo, íntimo, pero que brota por todos los poros de nuestro ser; no se puede ocultar, se manifiesta de múltiples maneras. Por ser un sentimiento profundo la alegría tampoco se puede disimular ni manipular; puede alguien sí poner caras alegres, andar con sonrisas de oreja a oreja, pero pronto nos damos cuenta de que no se trata más que de eso: de caras que son máscaras.

Hay algo que es muy propio de la alegría auténtica, de buena calidad, que es el sentimiento de plenitud. Cuando mis lectores han sentido ese tipo de alegría han vivido la experiencia de un corazón rebosante, lleno, henchido de gozo, que salta de júbilo. Es como algo que rebalsa, que brota de uno mismo y se derrama hacia los demás. Por eso es por lo que la alegría es contagiosa, beneficiosamente contagiosa; es algo bueno y lo bueno se irradia por sí mismo: “Bonum est diffusivum sui” decían los antiguos escolásticos medievales.

La persona que vive esta alegría se siente livianita, ágil, libre, ligera de equipaje. Por eso nuestras sabias expresiones populares utilizan un vocabulario muy gráfico para manifestar esto mismo: “saltar de alegría”. Solo puede saltar así quien se ha desprendido de sus pesos pesados y los ha arrojado definitivamente lejos de sí. Por lo mismo esta persona rebosante de gozo, que salta de júbilo, se siente inmediatamente impulsada a correr en ayuda de los demás; su alegría contagiosa le impide quedarse cerrada en sí misma en su aislamiento, en su individualismo. Por eso vemos que las personas felices, las que llevan la alegría en su corazón, tienden siempre a ayudar a los demás en forma espontánea, sencilla, sin esperar nada a cambio.

En la parábola de “El caballero de la armadura oxidada” de Robert Fisher, este buen caballero se ve libre de su pesada armadura –vivir de las apariencias- una vez que recorre el sendero de la verdad y atraviesa los castillos del silencio, del conocimiento y de la voluntad. Al conocerse con toda verdad y humildad, de su corazón brotan nobles sentimientos que le hacen llorar de emoción; sus cálidas lágrimas corroen las más recónditas junturas de su odiosa armadura que por fin se desintegra por completo, y él queda liberado de sus propios miedos y temores, de sus propias falsas imágenes.

Es entonces cuando su corazón, rebosante de alegría, empieza a amar de verdad a los suyos, a las personas que forman su entorno, a la misma naturaleza. Por fin se ve hombre libre, feliz, profundamente alegre que percibe la alegría y el dolor de los otros. Llegan a su corazón los gozos y esperanzas, las penas y angustias de los demás porque ya no tiene armaduras puestas, porque se ha liberado de sus pesadas mochilas, porque al fin ya no vive pendiente del qué dirán. Ahora ya no pretende competir con nadie; solo quiere ser auténtico, fiel a sí mismo. Su alegría íntima desborda y se convierte en amor. He ahí la persona feliz.

Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA

PORTADORES DE ESPERANZAS

Escribo estas líneas cuando las radios y otros medios nos informan minuto a minuto del terremoto de gran intensidad ocurrido en el norte de Chile el día 1 de abril de 2014. Me ha llamado la atención la actitud de ayuda de algunas personas, especialmente jóvenes y cómo, al ser entrevistadas, a la vez que solidarizan con el dolor de las personas afectadas por la tragedia, muestran una gran satisfacción interior que brota de su corazón solidario, de su alma ayudadora. Es que es así; se cumple aquella expresión de Jesucristo: “Hay más felicidad en dar que en recibir” (Hechos 20, 35). No solo en las tragedias por causa de la naturaleza aparecen las personas que ayudan; estas personas aparecen siempre y en todas partes. Hay gente que ha nacido para ayudar a los demás, viven ayudando y morirán ayudando. Estas personas tienen una linda virtud: se dan cuenta de la necesidad del otro antes de que el otro pida ayuda. Adivinan dónde está el clamor de socorro aun cuando este clamor se produzca a través del silencio y no haya sido percibido por los demás. Personas lindas de linda sensibilidad altruista.

Sabemos que siempre habrá personas que tienen que ser ayudadas, al igual que tú y yo, amado lector/a, hemos necesitado muchas veces la ayuda de otros. Por eso, a la vez que felicitamos y nos congratulamos con las personas solidarias, con las personas que gozan de una facilidad especial para darse cuenta de los problemas de los demás, también felicitamos a las personas que saben pedir ayuda. Quien pide ayuda se salva. Sí, se salva porque reconoce su problema, porque es suficientemente humilde como para aceptar que está mal, que no se la puede con sus solas fuerzas y que necesita del buen compañero/a de camino que le eche la mano oportuna en el momento oportuno. 

Esta mano oportuna es la del hombre o mujer de buen criterio que sabe que para ayudar a la persona angustiada no sirve de nada decirle que otros están en peor situación, que deje de pensar en los asuntos que tanto le preocupan y que distraiga su mente en otros asuntos. Decir eso a una persona angustiada no sirve de nada; son consejos que reflejan la buena intención del consejero pero son consejos baratos que no surten efecto, pues qué más quisiera la persona deprimida y angustiada que poder sonreír a la vida y dejar de pensar en los temas que la agobian.

Por eso la persona ayudadora de verdad más que dar consejos y recetar fórmulas hechas se dedica a escuchar, a escuchar de corazón, a escuchar de esa manera que los psicólogos llaman “escucha activa”. La escucha activa permite que la persona angustiada se desahogue, saque todo lo que la ahoga y oprime, si es necesario con llanto y lágrimas. La escucha activa es la que practica quien ayuda de corazón. Ayuda porque se pone en el lugar del otro, empatiza con su realidad, escucha atentamente sin interrumpir y sin juzgar. Quien sufre de angustia, desolación, cansancio de la vida, depresión, miedo paralizador, solo necesita ser escuchado con alma y calma. Cuando nos encontramos en situación de aflicción, más que consejos necesitamos sentir junto a nosotros la cercanía sincera del amigo/a que sabe arroparnos mediante su escucha atenta, cálida, cariñosa.

Esta es la persona que de verdad ayuda y cuya ayuda es eficaz. Son personas salvadoras porque no se consideran salvadoras de nadie; solo pretenden acompañar al dolido porque saben que el dolor compartido es menos dolor. Por eso la persona que mejor colabora y ayuda, la persona que es verdadero salvavidas de otros, es aquel hombre, aquella mujer, que es persona tranquila, serena, sensata, pacífica, comprensiva, abierta de mente, sencilla humilde. Personas así pasan por la vida haciendo el bien. Como decía mi abuela son gentes que pasan por la vida silenciosas, sin hacer ruido, como en zapatillas de andar por casa para no molestar con sus pisadas, pero dejan tras sí una luminosa estela de esperanza. Felicidades a quienes pasan por la vida siendo portadores de esperanzas.

Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA

LA SABIDURÍA DEL DOLOR

Las personas que me hacen el beneficio de leer las cosillas que escribo ya se habrán dado cuenta de que a veces recurro a algunas escenas bíblicas para hacer a partir de ahí alguna reflexión psicológica. La Biblia es patrimonio de la humanidad; son tan ricos muchos de sus contenidos que muy bien pueden ser leídos desde distintas perspectivas y desde distintas actitudes, no solo desde la perspectiva o desde la fe de los creyentes. Creyentes, ateos, agnósticos y no creyentes pueden encontrar en muchos pasajes bíblicos importantes enseñanzas.

Me quiero fijar ahora en un pasaje narrado en Juan 5, 1-9. Cuenta el evangelista que alrededor de la piscina Betesda se encuentran muchos enfermos: ciegos, cojos, lisiados de cualquier tipo. Dicha piscina poseía virtudes curativas especialmente al entrar en ella  en el momento en que se agitaban sus aguas, lo que sucedía de ven en cuando. Había que estar atento a ese movimiento para ser ojalá el primero en llegar al agua antes de que perdiera su energía terapéutica.

Al llegar Jesús al lugar se fijó en un tullido que tenía pinta de especial sufrimiento. Se dirige a él y le pregunta si quiere curarse; el hombre responde que por supuesto que sí, que para eso está allí, que ya lleva 38 años enfermo, pero que no consigue la ansiada sanación porque cuando se mueve el agua siempre hay alguien que le toma la delantera y llega antes que él. Este es su lamento: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la piscina cuando se agita el agua. Cuando yo voy, otro se ha metido antes”. Jesús le dice: “levántate, toma tu camilla y camina”. El hombre quedó sano y se llevó su camilla.

Tenemos aquí toda una enseñanza que captamos desde la sabiduría del dolor. Efectivamente, si el dolor lo enfrentamos como se debe, nos hace sabios. En el caso del paralítico de la piscina aparece una actitud muy importante que el hombre ha aprendido desde su dolor: la humildad. Es verdad, el dolor nos hace humildes. Por lo mismo, este hombre es capaz de reconocer su verdad, su dolencia, su enfermedad, y hablar de ella sin falsos pudores. Reconoce su enfermedad, la llama por su nombre, no oculta que lleva así muchos años. Asume a la vez algo que es también fruto de la humildad: no tengo a nadie, estoy solo. Quizá sea esa la mayor y más dolorosa de las dolencias, la soledad. Ahí está el hombre, uno más entre tantos enfermos cobijados en los pórticos de la piscina, pero en él no se fija nadie ¿Hay algo más doloroso que sentirse solo, triste y abandonado? Ese hombre es el ejemplo de tantos hombres y mujeres que no son tomados en cuenta en nuestra sociedad, que no aparecen en ninguna lista de espera, que son ninguneados en el más absoluto de los anonimatos. El dolor nos hace humildes y nos enseña que necesitamos de la ayuda del otro, que nadie se basta a sí mismo, que los seres humanos estamos hechos de una naturaleza que para que funcione bien necesita abrirse a los demás. Es la naturaleza relacional y de la alteridad: necesitamos del otro y el otro necesita de nosotros.

Quizá nunca nos hemos dado cuenta tan clara de que necesitamos del otro hasta que vivimos la experiencia del dolor y del sufrimiento. También, al reconocer su problema, al ponerle nombre al dolor, al decir en primera persona “estoy mal y necesito ayuda”, al acoger la ayuda que se le brinda, este hombre, esta mujer, se dignifica a sí mismo/a, se abre a los demás y adquiere una fuerza no imaginada: ahora es capaz de levantarse, tomar su camilla y echar a andar. La imagen de la camilla al hombro es toda una preciosa metáfora de superación personal: desde que –gracias al sufrimiento- he asumido mi verdad, ahora soy capaz de mirar la vida de otra manera, puedo echarme las penas al hombro y caminar con ellas, es verdad, pero con la frente en alto y muy apoyado en las personas que quiero y que me quieren. El dolor y el sufrimiento han sido motivo de mi desarrollo personal.

Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA

MUNDO MUY COMPLEJO Y AMOR A LA VIDA

Escribo estas líneas cuando los informativos chilenos nos hablan de la llegada a nuestras tierras del elenco de hombres y mujeres de cine que filmarán la película “Los 33”. Con esta película recordaremos de nuevo la experiencia de nuestros mineros sepultados por largos días en las profundidades de la mina San José. Aquellos hombres vivieron una experiencia única, experiencia que nos tuvo en vilo a cuantos seguíamos minuto a minuto la odisea que parecía no tener fin; odisea que acaparó la atención de todo el mundo. Gracias a la solidaridad de tanta gente y a la aplicación de oportunas tecnologías nuestros mineros pudieron ver de nuevo la luz del día, fueron rescatados sanos y salvos, y todos pudimos cantar con ellos un sentido Gracias a la Vida de nuestra Violeta Parra.

A juzgar por los testimonios que nos dieron a conocer los rescatados se confirma una vez más que cuando se viven situaciones así de extremas es cuando más se valora la vida, es cuando más y mejor nos damos cuenta de qué es lo importante y qué es lo menos importante o más secundario. Los testimonios de estos hombres enfatizan lo que todos sabemos, pero que conviene escuchar de nuevo pues muchas veces lo olvidamos: nos desvivimos frecuentemente por cosas que no merecen la pena, por cosas que hoy son y mañana no son, dejando de lado lo que realmente importa y nos hace feliz: vivir la vida de cada día con buena calidad de vida, permanecer al lado de los nuestros amándolos y dejándonos amar, manifestar con nuestros hechos que la ternura y los gestos de ternura es la revolución que puede cambiar a mejor el mundo que habitamos.

Me ha parecido entender esto mismo en una entrevista a Antonio Banderas, actor importante en la filmación cinematográfica aludida. Dice Antonio que la historia de los mineros refleja el valor de la vida en un mundo complejo; afirma que “vivimos en un mundo muy complejo, increíblemente violento, que se refleja en ese espejo que llamamos televisión todos los días...”. Es verdad que en los noticieros de televisión y otros medios predominan hechos de violencia y de atropellos de todo tipo a los derechos humanos. Pero también es cierto que estos mismos medios sirven de caja de resonancia para hacer llegar hasta los últimos rincones del mundo las buenas noticias como la del rescate de los mineros y otras ejemplares acciones semejantes.

Supongo que la película que ahora se está filmando servirá también para lo mismo: poner énfasis en lo buena y valiosa que es la gente buena y lo importante que es que esta gente abunde cada vez más. Depende de todos y cada uno de nosotros. A partir del argumento de esta película –los mineros, su rescate, los testimonios recogidos- pienso en los valores que destacaron en aquel contexto: Consolación, Luz, Liberación. Son inseparables entre sí y son necesarios en todo tiempo y lugar. Muy bien le vino en aquel momento a los mineros accidentados y a sus familias cualquier palabra y acción que les levantara el ánimo y que abriera sus corazones a la esperanza.

¿Quién de nosotros no ha necesitado del bondadoso consuelo alguna vez en la vida? Desde que nacemos nos hemos alimentado con gestos así: sentiste que alguien te escuchó atenta y cariñosamente en el momento apropiado; después fuiste creciendo, pasando penas y alegrías, dolores y tristezas, y justo cuando más lo necesitabas te llegó aquel abrazo tierno y oportuno, aquella caricia silenciosa, que sin necesidad de palabras te hizo comprender que no estabas solo/a.

Gracias a esos gestos tiernos que nos sirven de consuelo nuestro ánimo se levanta, aparece la luz en la noche oscura, esa luz que penetra hasta las profundidades de la sima de los mineros pero también hasta lo profundo e íntimo de cada uno, y finalmente, gracias a esa luz renovadora, a ese consuelo que nos anima a la esperanza, nos sentimos liberados. Aquella pesadilla se pasó, nuestras heridas se cauterizaron, hemos surgido de nuestra pena que nos abrumaba y nos hemos liberado. ¿Por qué? Porque todavía hay gente buena que sabe hacer bien las cosas y sabe decir estoy contigo.

Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA