Esto lo sabe cualquiera que haya experimentado la
alegría profunda, la alegría del corazón, esa alegría que va más allá de pasar
un buen rato más o menos agradable, más o menos placentero. Por supuesto que la
alegría y el placer no están reñidos, pueden ir juntos, pero aquella es mucho
más que este porque la alegría es más profunda y va más lejos que el simple
pasarlo bien que nos ofrece el placer. Incluso puede darse la aparente paradoja
de que alguien lo esté pasando mal.
-Sufrir por ejemplo una grave enfermedad- y
mantener sin embargo la alegría en su ser profundo, alegría que es la que le
permite precisamente enfrentar hidalgamente y con buen ánimo esa enfermedad o
esa mala noticia que recibió. Sí, la alegría es saludable; es señal de buena
salud mental. Es un sentimiento muy grato, muy profundo, íntimo, pero que brota
por todos los poros de nuestro ser; no se puede ocultar, se manifiesta de
múltiples maneras. Por ser un sentimiento profundo la alegría tampoco se puede
disimular ni manipular; puede alguien sí poner caras alegres, andar con
sonrisas de oreja a oreja, pero pronto nos damos cuenta de que no se trata más
que de eso: de caras que son máscaras.
Hay algo que es muy propio de la alegría auténtica,
de buena calidad, que es el sentimiento de plenitud. Cuando mis lectores han
sentido ese tipo de alegría han vivido la experiencia de un corazón rebosante,
lleno, henchido de gozo, que salta de júbilo. Es como algo que rebalsa, que
brota de uno mismo y se derrama hacia los demás. Por eso es por lo que la
alegría es contagiosa, beneficiosamente contagiosa; es algo bueno y lo bueno se
irradia por sí mismo: “Bonum est diffusivum sui” decían los antiguos
escolásticos medievales.
La persona que vive esta alegría se siente livianita,
ágil, libre, ligera de equipaje. Por eso nuestras sabias expresiones populares
utilizan un vocabulario muy gráfico para manifestar esto mismo: “saltar de
alegría”. Solo puede saltar así quien se ha desprendido de sus pesos pesados y
los ha arrojado definitivamente lejos de sí. Por lo mismo esta persona
rebosante de gozo, que salta de júbilo, se siente inmediatamente impulsada a
correr en ayuda de los demás; su alegría contagiosa le impide quedarse cerrada
en sí misma en su aislamiento, en su individualismo. Por eso vemos que las
personas felices, las que llevan la alegría en su corazón, tienden siempre a
ayudar a los demás en forma espontánea, sencilla, sin esperar nada a cambio.
En la parábola de “El caballero de la armadura
oxidada” de Robert Fisher, este buen caballero se ve libre de su pesada
armadura –vivir de las apariencias- una vez que recorre el sendero de la verdad
y atraviesa los castillos del silencio, del conocimiento y de la voluntad. Al
conocerse con toda verdad y humildad, de su corazón brotan nobles sentimientos
que le hacen llorar de emoción; sus cálidas lágrimas corroen las más recónditas
junturas de su odiosa armadura que por fin se desintegra por completo, y él
queda liberado de sus propios miedos y temores, de sus propias falsas imágenes.
Es entonces cuando su corazón, rebosante de
alegría, empieza a amar de verdad a los suyos, a las personas que forman su
entorno, a la misma naturaleza. Por fin se ve hombre libre, feliz,
profundamente alegre que percibe la alegría y el dolor de los otros. Llegan a
su corazón los gozos y esperanzas, las penas y angustias de los demás porque ya
no tiene armaduras puestas, porque se ha liberado de sus pesadas mochilas,
porque al fin ya no vive pendiente del qué dirán. Ahora ya no pretende competir
con nadie; solo quiere ser auténtico, fiel a sí mismo. Su alegría íntima
desborda y se convierte en amor. He ahí la persona feliz.
Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA