Quien haya experimentado el amor, no el de
pacotilla de muchas teleseries estúpidas, sino el bueno, el verdadero, el que
brota de lo más profundo de uno mismo, el amor auténtico, se da cuenta de que
este amor es un fuerza que tira de nosotros con una energía indecible, genial.
Es una fuerza que nos motiva, empuja, nos lleva a emprender lo que haga falta
para hacer las cosas bien y hacerlas con buen ánimo, alegría y buen espíritu.
No hay motivación más motivadora que la del amor.
¿Hay algo que pueda detener el empuje de una madre que se vive y desvive por el
hijo de su amor? ¿Hay algo que arredre o intimide al hombre enamorado? Hará por
la mujer amada lo imaginable e inimaginable; dirá que al lado de su mujer de
toda la vida el dolor es menos dolor y la felicidad es más felicidad. ¿Hay algo
que detenga al buen cristiano que ha hecho de su vida una entrega generosa a
los más pobres y necesitados? Pensemos en un Alberto Hurtado, en una Teresa de
Calcuta y en tantos héroes parecidos. ¿Hay fuerza que amilane a un gran amante
de la patria a pesar de los mil poderes fácticos que se le interpongan en su
camino?
Pensemos en un Mahatma Gandhi y su entrega de la
propia vida en pro de la independencia de la India. Todos estos son ejemplos de
personas grandes, excelentes, magníficas, movidas por el amor, que buscan la
perfección –aunque no la logren- en todo lo que hacen; son personas lo más
opuesto que hay a la mediocridad.
Conocí en mi infancia en una zona rural del norte
de España un pastor de ovejas; me gustaba ver cómo este buen hombre trabajaba
la madera de boj con una simple navaja, y cómo de sus benditas manos surgían
lindos cubiertos (cucharas y tenedores) de boj. Cuando no estaba al cuidado de
sus rebaños este hombre solía sentarse en una encrucijada de caminos, cerca de
su casa, donde seguía trabajando su arte. Un día estaba yo junto a él cuando
pasaron unos turistas extranjeros; se acercaron a mi amigo pastor para
comprarle algunos de sus cubiertos.
A una señora del grupo se le antojó un juego de
tenedores y cucharas que estaban a la vista sobre una especie de mantel;
escuchemos el diálogo: “Me llevo ese juego que tiene ahí”. Respuesta del
pastor: “pues esos no te los puedes llevar” (siempre tratan de tú a todo el
mundo). ¿Por qué? replica la señora. “Pues porque esos cubiertos están sin
terminar”, contesta el pastor. “Pero yo los veo perfectos” insiste la señora.
“Pues a ti te parecerán perfectos pero a mí no; me falta pulirlos”. La señora
que tenía prisa insistió en que de todas maneras se los diera porque se los
quería llevar tal como estaban. “Mira, de mi mano no saldrá algo que esté sin
terminar”. Yo, un chiquillo, contemplaba la escena en el más absoluto silencio.
Finalmente los turistas comentaron que pasarían de vuelta por ese lugar en el
plazo de dos horas. El buen hombre les dijo que a esa hora ya tendría todo
completo, terminado y pulido. Y aquí vino el colofón de la escena cuando la
insistente señora le preguntó: “bueno y... cómo puedo estar segura de que me
los va a reservar para mí y no se los venderá a otra persona que pase antes”.
El hombre se levantó de su asiento, la miró fijamente, y le espetó su
contundente respuesta: “¿Y mi palabra?”.
Nunca se me ha olvidado la figura de ese viejo y
rústico pastor de mi infancia. Quizá era analfabeto, pero era un sabio. Esta es la gente que a todos nos gusta, que
nos hace falta: gente de palabra, que ama lo que hace, que respeta a los demás.
Son personas que no dejan las cosas a medias, que hacen bien lo que tienen que
hacer, que no les importa sacrificio y esfuerzo alguno con tal de cumplir las
metas propuestas.
Si queremos lograr la sociedad más humana y
desarrollada que deseamos, hemos de declarar la guerra a la mediocridad; no
podemos conformarnos con la ley del mínimo esfuerzo. Sólo el amor, ese amor que
es respeto a uno mismo y a los demás, ese amor que es el antídoto de la
mediocridad, es el único capaz de poner en nuestras manos las herramientas para
construir el hombre nuevo y la mujer nueva de nuestros sueños.
Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA