“Te doy mis ojos”, así se titula una conocida
película española que habrán visto seguramente varios de mis lectores, y que yo
he compartido en las clases de psicología con mis queridos estudiantes de la
Universidad del Bío-Bío. El argumento se refiere a la violencia en la relación
de pareja, especialmente a la violencia del hombre contra la mujer, violencia
que según leemos en la prensa de estos días, es muy frecuente en Chile y que se
da también en parejas muy jóvenes, en la relación de pololeo y noviazgo.
Hay una escena de la película que me conmueve cada
vez que la veo, una escena que en lenguaje cinematográfico dice mucho –por no
decir todo- lo que encierra y significa
psicológicamente la violencia en la pareja. En la escena vemos a los
protagonistas, marido y esposa, en su intimidad sexual; vemos un hombre y una
mujer aparentemente muy normales, que se aman mucho, que se dicen cosas lindas
y hasta románticas mientras viven su encuentro amoroso. Diríase que nos
encontramos ante el matrimonio ideal. Pero de pronto, he aquí la fuerza del
lenguaje cinematográfico, la cámara se desvía de los protagonistas y nos enfoca
a lo lejos el Alcázar de Toledo, deteniéndose unos instantes en esa imagen.
¡Qué horror! Todos los españoles de mi generación (los llamados “niños de la
guerra”) y todas las personas conocedoras de la historia del siglo XX saben muy
bien lo que simboliza el Alcázar de Toledo, sobre todo en el contexto de la
película: la máxima violencia y brutalidad de la guerra.
De alguna manera está contenido en esa escena lo
que suele ocurrir en los llamados “amores violentos”: lindas declaraciones de
amor, el hombre violento repite una y otra vez que nunca más, “que a ti,
querida mujer mía, te amo sobre todas las cosas, que sin ti mi vida no tiene
sentido, que ni me acuerdo de lo que pasó aquella vez. Tú sabes, amor mío, que
fue porque me provocaste, pero que yo te amo y que ahora no quiero que te
vuelvas a acordar de aquello. Además, ya ves que estoy cambiando, y te prometo
y juro por Dios, y por nuestros hijos y por lo que más quieras, que nunca más,
que ahora seré distinto, que te voy a sorprender. Solo te pido, mi amor, que
creas en mí”. Así se suelen expresar estos hombres una y otra vez, pero en el
horizonte, como telón de fondo, aparece el fantasma del Alcázar de Toledo, la
violencia sigue presente.
Así suele ser el perfil psicológico de las personas
violentas en la relación de pareja, sobre todo de los hombres violentos. En
muchos casos son hombres de personalidad insegura, de baja autoestima, con reacciones
iracundas a flor de piel que no son capaces de controlar, suelen ser personas
incapaces de expresar sus sentimientos y emociones en forma adecuada. Su misma
inseguridad y baja autoestima los lleva a ser portadores de una agresividad
generalizada que se expresa en diversos síntomas o manifestaciones: intrusean
en la vida privada de la persona amada, espían los contactos de su teléfono,
correo, Facebook, le hacen verdaderos seguimientos de tipo casi policial para
espiar todos sus pasos, etc. etc. Como vemos, todas estas formas de actuar
tienen un denominador común transversal: la falta de confianza. Así es el
individuo violento: la inseguridad en sí mismo, la falta de confianza en sí, le
hace ser un desconfiado de los demás, especialmente de la persona supuestamente
amada. Estas maneras de actuar son síntomas de una violencia psicológica que
más adelante se transformará en violencia física.
¿Qué hacer ante una situación así? Es aconsejable
una buena terapia de pareja y también individual. Mientras el problema se
resuelve es recomendable tomar distancia de la persona violenta, alejarse a
tiempo, antes de que sea demasiado tarde. Pero lo más importante: prevenir.
Ello se logra sólo mediante una buena educación afectiva y emocional desde
niños, en el seno de la propia familia.
Para Tejemedios escribió:
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA