Las personas que me hacen el beneficio de leer las
cosillas que escribo ya se habrán dado cuenta de que a veces recurro a algunas
escenas bíblicas para hacer a partir de ahí alguna reflexión psicológica. La
Biblia es patrimonio de la humanidad; son tan ricos muchos de sus contenidos
que muy bien pueden ser leídos desde distintas perspectivas y desde distintas
actitudes, no solo desde la perspectiva o desde la fe de los creyentes.
Creyentes, ateos, agnósticos y no creyentes pueden encontrar en muchos pasajes
bíblicos importantes enseñanzas.
Me quiero fijar ahora en un pasaje narrado en Juan
5, 1-9. Cuenta el evangelista que alrededor de la piscina Betesda se encuentran
muchos enfermos: ciegos, cojos, lisiados de cualquier tipo. Dicha piscina
poseía virtudes curativas especialmente al entrar en ella en el momento en que se agitaban sus aguas,
lo que sucedía de ven en cuando. Había que estar atento a ese movimiento para
ser ojalá el primero en llegar al agua antes de que perdiera su energía
terapéutica.
Al llegar Jesús al lugar se fijó en un tullido que
tenía pinta de especial sufrimiento. Se dirige a él y le pregunta si quiere
curarse; el hombre responde que por supuesto que sí, que para eso está allí,
que ya lleva 38 años enfermo, pero que no consigue la ansiada sanación porque
cuando se mueve el agua siempre hay alguien que le toma la delantera y llega
antes que él. Este es su lamento: “Señor, no tengo a nadie que me meta en la
piscina cuando se agita el agua. Cuando yo voy, otro se ha metido antes”. Jesús
le dice: “levántate, toma tu camilla y camina”. El hombre quedó sano y se llevó
su camilla.
Tenemos aquí toda una enseñanza que captamos desde
la sabiduría del dolor. Efectivamente, si el dolor lo enfrentamos como se debe,
nos hace sabios. En el caso del paralítico de la piscina aparece una actitud
muy importante que el hombre ha aprendido desde su dolor: la humildad. Es
verdad, el dolor nos hace humildes. Por lo mismo, este hombre es capaz de
reconocer su verdad, su dolencia, su enfermedad, y hablar de ella sin falsos
pudores. Reconoce su enfermedad, la llama por su nombre, no oculta que lleva
así muchos años. Asume a la vez algo que es también fruto de la humildad: no
tengo a nadie, estoy solo. Quizá sea esa la mayor y más dolorosa de las
dolencias, la soledad. Ahí está el hombre, uno más entre tantos enfermos
cobijados en los pórticos de la piscina, pero en él no se fija nadie ¿Hay algo
más doloroso que sentirse solo, triste y abandonado? Ese hombre es el ejemplo
de tantos hombres y mujeres que no son tomados en cuenta en nuestra sociedad,
que no aparecen en ninguna lista de espera, que son ninguneados en el más
absoluto de los anonimatos. El dolor nos hace humildes y nos enseña que
necesitamos de la ayuda del otro, que nadie se basta a sí mismo, que los seres
humanos estamos hechos de una naturaleza que para que funcione bien necesita
abrirse a los demás. Es la naturaleza relacional y de la alteridad: necesitamos
del otro y el otro necesita de nosotros.
Quizá nunca nos hemos dado cuenta tan clara de que
necesitamos del otro hasta que vivimos la experiencia del dolor y del
sufrimiento. También, al reconocer su problema, al ponerle nombre al dolor, al
decir en primera persona “estoy mal y necesito ayuda”, al acoger la ayuda que
se le brinda, este hombre, esta mujer, se dignifica a sí mismo/a, se abre a los
demás y adquiere una fuerza no imaginada: ahora es capaz de levantarse, tomar
su camilla y echar a andar. La imagen de la camilla al hombro es toda una
preciosa metáfora de superación personal: desde que –gracias al sufrimiento- he
asumido mi verdad, ahora soy capaz de mirar la vida de otra manera, puedo
echarme las penas al hombro y caminar con ellas, es verdad, pero con la frente
en alto y muy apoyado en las personas que quiero y que me quieren. El dolor y
el sufrimiento han sido motivo de mi desarrollo personal.
Para El Examinador.cl
JOSÉ LUIS YSERN DE ARCE
SACERDOTE, DOCTOR EN PSICOLOGÍA